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miércoles, 13 de abril de 2011

La fe en las profecías bíblicas salva vidas



JESÚS va saliendo del templo de Jerusalén por última vez cuando uno de sus discípulos exclama: “Maestro, ¡mira!, ¡qué clase de piedras y qué clase de edificios!”. Sus palabras reflejan un sentimiento común: todo el pueblo judío se enorgullece de su glorioso templo. Con todo, el Maestro responde: “¿Contemplas estos grandes edificios? De ningún modo se dejará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada” (Marcos 13:1, 2).
¡Los discípulos no pueden creer lo que están escuchando! Algunas de las piedras del templo son enormes. Y no solo eso: las palabras de Jesús significan también que Jerusalén será destruida, y quizás incluso el estado judío, dado que su corazón espiritual es el templo. Así que vuelven a preguntar: “Dinos: ¿Cuándo serán estas cosas, y qué será la señal cuando todas estas cosas estén destinadas a alcanzar una conclusión?” (Marcos 13:3, 4).
“Todavía no es el fin”, les advierte Jesús. Primero van a oír de guerras, terremotos, hambrunas y epidemias en un lugar tras otro. Luego vendrán terribles acontecimientos que sumirán a la nación judía en una catástrofe de proporciones inimaginables, sí, una “gran tribulación”. Pero Dios intervendrá para salvar a “los escogidos”, es decir, a los cristianos fieles. ¿Cómo? (Marcos 13:7; Mateo 24:7, 21, 22; Lucas 21:10, 11.)
Sublevación contra Roma
Pasan veintiocho años, y los cristianos de Jerusalén siguen esperando el fin. Las guerras, los terremotos, las hambrunas y las epidemias azotan el Imperio romano (véase el recuadro).

Judea es un nido de luchas civiles y étnicas. Pero dentro de las murallas de Jerusalén existe una relativa paz. La gente come, trabaja, se casa y tiene hijos, como siempre lo ha hecho. La sola presencia del imponente templo transmite un sentido de estabilidad y permanencia a la ciudad.
Alrededor del año 61 de la era común (e.c.), los cristianos de Jerusalén reciben una carta del apóstol Pablo. Los felicita por su aguante, pero expresa preocupación porque algunos miembros de la congregación al parecer no tienen un sentido de urgencia. Muchos se han descarriado espiritualmente o no han llegado a la madurez cristiana (Hebreos 2:1; 5:11, 12). Así que Pablo los exhorta con estas palabras: “Por lo tanto, no desechen su franqueza de expresión [...]. Porque aún ‘un poquito de tiempo’, y ‘el que viene llegará y no tardará’. ‘Pero mi justo vivirá a causa de la fe’, y, ‘si se retrae, mi alma no se complace en él’” (Hebreos 10:35-38). ¡Qué consejos tan oportunos! Ahora bien, ¿mantendrán viva su fe los cristianos y permanecerán alertas al cumplimiento de la profecía de Jesús? ¿De verdad está tan cerca el fin de Jerusalén?
Las condiciones siguen empeorando en la ciudad durante los siguientes cinco años. Finalmente, en el año 66, el corrupto procurador romano Floro saca de los tesoros del templo 17 talentos como pago por impuestos atrasados. Los judíos se enfurecen y estallan en revuelta. Un grupo de judíos rebeldes, los celotes, irrumpen en Jerusalén y ejecutan a los soldados romanos destacados allí. Entonces declaran con osadía la independencia de Judea. ¡Judea y Roma están en guerra!
Menos de tres meses después, el gobernador romano de Siria, Cestio Galo, marcha hacia el sur con un ejército de 30.000 soldados para reprimir la revuelta judía. Llega a Jerusalén para la fiesta de las Cabañas y se apodera rápidamente de las zonas exteriores de la ciudad. Superados en número, los celotes se refugian en el templo y lo convierten en su fortaleza. A los pocos días, los soldados romanos empiezan a socavar los muros del templo. Los judíos están horrorizados: ¡soldados paganos profanando el lugar más sagrado de su religión! Pero los cristianos de la ciudad recuerdan las palabras de Jesús: “Cuando alcancen a ver la cosa repugnante que causa desolación, [...] entonces los que estén en Judea echen a huir a las montañas” (Mateo 24:15, 16). ¿Demostrarán tener fe en las palabras proféticas de Jesús? ¿Le harán caso? Por el desarrollo de los acontecimientos, es patente que su vida depende de que huyan. Huir, sí, pero ¿cómo?
De pronto, y sin razón aparente, Cestio Galo repliega sus tropas y se bate en retirada en dirección a la costa, con los celotes pisándoles los talones. Por sorprendente que parezca, ¡la tribulación de la ciudad se ha acortado! Demostrando fe en la advertencia profética de su Maestro, los cristianos huyen de Jerusalén y se refugian en Pela, ciudad neutral ubicada en las montañas, al otro lado del río Jordán. Escapan justo a tiempo, pues los celotes no tardan en regresar a Jerusalén, y ahora obligan al resto de los habitantes que permanecen en la ciudad a unirse a su causa. Mientras tanto, seguros en Pela, los cristianos esperan el desarrollo de los acontecimientos.

La revuelta degenera en anarquía
En cuestión de meses se moviliza un nuevo contingente romano: una imponente fuerza militar de 60.000 soldados bajo el mando del general Vespasiano y su hijo Tito. Es el año 67. Por los siguientes dos años, este destructivo monstruo militar avanza con dirección a Jerusalén, aplastando toda resistencia que encuentra a su paso. Mientras tanto, dentro de la ciudad, hay facciones judías rivales que se enfrentan unas a otras en sangrientas luchas. Las reservas de grano de la ciudad quedan destruidas, los alrededores del templo son arrasados y mueren más de veinte mil judíos.

 Vespasiano retrasa su ataque a Jerusalén, expresando que “Dios era mejor general que él”, pues “los enemigos se destruían con sus propias manos”.
Cuando muere el emperador romano Nerón, Vespasiano emprende su marcha hacia Roma para asumir el poder imperial, dejando a Tito la tarea de completar la campaña en Judea. Tito avanza hacia Jerusalén cerca de la Pascua del año 70, y tanto residentes como peregrinos quedan atrapados dentro de los muros de la ciudad. Sus ejércitos deforestan la región de Judea para levantar con la madera de los árboles una muralla de siete kilómetros [4,5 millas] de estacas puntiagudas en torno a la capital sitiada. Eso es justo lo que Jesús profetizó: “Tus enemigos edificarán en derredor de ti una fortificación de estacas puntiagudas y te rodearán y te afligirán de todos lados” (Lucas 19:43).
En poco tiempo, el hambre cierra sus garras sobre la ciudad. Chusmas armadas saquean las casas de muertos y moribundos. Se sabe de al menos una mujer que, en su desesperación, mata a su niño de pecho y se lo come, cumpliendo así la predicción: “Tendrás que comer el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos y tus hijas, [...] a causa de la estrechez y tensión con que tu enemigo te cercará” (Deuteronomio 28:53-57).

Al final, tras cinco meses de asedio, Jerusalén cae ante los romanos. Los soldados saquean la ciudad y el majestuoso templo, les prenden fuego y no dejan piedra sobre piedra (Daniel 9:26). Los muertos ascienden a 1.100.000 y 97.000 son vendidos como esclavos (Deuteronomio 28:68). Judea ha quedado prácticamente vacía de judíos. No cabe la menor duda: es una tragedia nacional sin precedentes, que marca una nueva era en la vida política, religiosa y cultural del pueblo judío.
Entretanto, en Pela, los cristianos dan gracias a Dios de todo corazón por haberlos liberado. ¡Su fe en las profecías bíblicas les ha salvado la vida!
Al reflexionar en estos sucesos, todos hacemos bien en preguntarnos: “¿Me salvará mi fe durante la gran tribulación que se avecina? ¿Soy ‘de la clase que tiene fe que resulta en conservar viva el alma’?” (Hebreos 10:39; Revelación [Apocalipsis] 7:14).

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